El
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Hay un horizonte
de páramo en esos lugares. La mirada se pierde en una arenisca salitrosa donde
el viento arroja sus trompos de remolino. El prolijo curso de la Luna, el
Lucero y toda la arboladura nocturna que los entorna, no deja dudas de su
trazo: ningún perfil de bosques, montañas o nubes perturba aquí la visión cabal
de aquella huella en los cielos. La extensión no tiene adversarios en esta
tierra plana. Sólo un ánimo recio o familiarizado con ese vasto desierto puede
transitarlo sin encogerse. El pavimento se remonta al horizonte y es un punto
en fuga, una línea de esperanza, el único nervio de tiempo que puede sacarlo a
uno de esa eternidad. Venía conduciendo más de seiscientos kilómetros, el día
había quedado atrás. Con ese estado de alerta que el pavor cósmico despierta,
demasiado apretadas las manos en el volante, atendía los rumores lejanos que
envuelven a la noche. La Luna había remontado su cielo desde hacía un par de
horas y testimoniaba la planicie blanca, sin bordes. Hubo el grito de un pájaro
y enseguida su vuelo fue visible por un momento en la luz del vehículo. Hubo
también el anuncio de una curva drástica, de esas en forma de zeta que suelen
anticipar el cruce de una vía ferroviaria. Y ahí mismo, pasado el cartel,
arrimándose hacia el centro de la ruta, una mujer sola abría los brazos en alto
pidiendo ayuda. Veía su figura mientras frenaba. Y alcanzaba a distinguir el
trote decidido con que se acercaba al auto. La aparición no guardaba motivos
visibles con ese entorno. Bien vestida, aunque con ropas ligeras para el frío
de la noche, dijo claramente junto a la ventanilla
_ En unos
quinientos metros más encontrará un accidente._
_ ¿Qué pasó?_
_ Hubo un vuelco
en la curva que viene en dirección contraria. Todos los ocupantes del auto
están muertos._
Su rostro estaba
lívido pero sereno y poseído de una tenaz decisión. Recogió su cabello largo
que el viento arremolinaba sobre su cara, mientras se inclinaba sobre la
ventanilla del auto para hacerse oír mejor. Era joven, rubia, vestía bluejeans.
Un pañuelo oscuro le rodeaba el cuello.
Traído a la
realidad tan bruscamente, el paisaje desapareció y dejó lugar al drama y a la
aflicción.
_ Suba señora.
La llevo hasta el auto y vemos ahí cómo ayudar. _
_ No, yo iré
hacia el sur. Ahora escuche bien: Todos han muerto salvo un bebé. Por favor
sálvelo, llévelo. _
_ ¿Un bebé? ¿Por
qué no viene conmigo? ¡Espere! _
Y no se la vio
más, había tomado la dirección contraria, la planicie la había absorbido. El
vehículo inició la marcha como decidiendo por sí. La curva era muy pronunciada
y eso alcanzó a distraer un instante la atención. La tragedia anunciada le
daba al camino una expectativa nueva. Pero no hubo que fijarse demasiado,
porque apenas pasada la primera curva, cruzada la vía férrea, apareció bajo la
luz de los faros y de la Luna el auto tumbado. Estaba sobre el arenal, a unos
quince metros del pavimento, uno de sus faros encendido aún, el otro roto.
Detenido el vehículo, abierta la puerta, afuera el silencio parecía instalado
para siempre.
Con el techo
contra el suelo, el auto accidentado tenía la puerta del conductor abierta, y
también una de las puertas traseras. El conductor estaba en su lugar, quieto,
muerto. Al rodear el auto podían verse dos cadáveres más, uno aplastado a
medias por el mismo vehículo, el otro dentro de él. Aún había un leve polvo en
la atmósfera, casi una niebla que aureolaba a la Luna. La enormidad del paisaje recuperaba su
presencia en el ánimo, en el silencio. Hubo un ruido impreciso y luego el amago
de un llanto y después el llanto entero. Distante unos ocho metros del auto
tumbado estaba el niño. No tenía el año aún. Junto a él había una mujer,
también muerta, seguramente su madre. Los bluejeans, el largo pelo rubio, el
pañuelo oscuro en el cuello, su blusa ligera, quedaban en este mundo.
Prof.
Jorge Estrella
Yerba Buena, Tucumán.
Argentina
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