Tengo el inmenso placer de traerles hoy dos relatos inéditos del Prof. Jorge Estrella, desde Yerba Buena, Tucumán, Argentina. Espero que lo disfruten y si gustan, lo compartan con sus amigos que aman la buena lectura.
1 - Largo silencio
Era la hora del atardecer en que "las
sombras hacen que se pisen los lugares sagrados". La montaña tenía una
extraña solemnidad, había un silencio sin viento, el aire no parecía acariciar
a los árboles sino contenerlos en la expectativa. Una garúa finísima era
también otra forma de la quietud. Llegué a la gruta de la Virgen, ardía una
vela inmóvil en el nicho. Los estragos del vendaval, que días atrás había
taponado ese río con lodo, arena y piedra, parecían ahora una foto sacada de su
orden fílmico. Sentí que mi esfuerzo, mi corazón apresurado, no encajaban ahí.
¿Soy yo quien está habitado por esos
rostros invisibles, por esas intenciones sin manos? ¿O eres tú, mundo, el dueño
de esas presencias presentidas? Amo y temo tu largo silencio.
En el regreso me fui asimilando a ese
paraíso habitado de quietudes animadas y callados decires.
Vi algunos lugareños que trepaban las
sendas hacia sus casas. Su andar no tenía el ánimo diurno. Pensé que
ellos saben de lo que hablo.
2 - Cordillera
El agua trota
encrespada de espumas. Caballada desbocada en el descenso, sus crines blancas
salpican los bordes altos de una roca erguida en el centro del río. No es
murmullo sino latigazo estrepitoso el suyo. No son habladurías de oleaje en un
lago: más bien testimonio de la urgencia feroz que lo empuja hacia la llanura
del mar. Desde muy arriba, entre las grietas de los farellones, hay agua
que se reúne presurosa y cae por el aire en cascadas que de lejos parecen
lentas cabelleras de sauce nimbadas de un arco iris pronto a alterarse con el
viento en otra ondulación que remeda al agua.
No hay cielo más
amplio y limpio que éste estrechado por el filo de piedra en la alta
cordillera. El ánimo puede dilatarse en ese espacio prometido, o empequeñecerse
ante el hostigamiento de cerco que la montaña ejerce sobre la quebrada. Hondura
de víscera y ventana al cielo abierto, encierro y libertad: escoja la opresión
o la voluntad voladora de su alma en ese infinito sugerido arriba, en ese cielo
recortado por la ceja de piedra viva abajo. Honduras y alturas brutas. El
cóndor ha elegido los cielos, pero desciende a devorar las víctimas del
despeñadero. Los pájaros menores vuelan a ras del suelo, temerosos del viento
que los atropella y arroja contra las rocas. También la ruta se defiende con
cobertizos para contener hielos, derrumbes y nevadas. Y hay restos de
camiones y vehículos despeñados que los cóndores no buscarán.
¿Abrirse al cielo es
el motivo para emprender la ruta de las alturas? Cabalgar una bicicleta y
trepar a golpes de pedal ese ascenso sin tregua hasta Las Cuevas y desde
allí continuar a Mendoza, ¿para qué? Trescientos ochenta kilómetros de montaña
hay entre Santiago de Chile y Mendoza. El ascenso, durísimo, comienza en Los
Andes. Y faltan desde allí setenta y cinco kilómetros para la cima. ¿Lo
hicimos para explorar los propios límites, tal vez? ¿Pero acaso no sabemos que
"no hallarás los límites de tu alma caminando en cualquier dirección, tan
grande es su medida" (Heráclito)? Tal vez sea antojo del alma explorar los
pobres límites del cuerpo, que vaya si los tiene. El cuerpo se resistirá a la
embestida de la voluntad. Amagará calambres en las piernas, endurecimientos en
el cuello, adormecimientos en ambas manos. Y pedirá agua una y otra vez. Unos
cinco litros consumimos cada uno de nosotros en cada uno de los casi tres días
que nos llevó recorrer el exigente camino que emprendimos el pasado febrero con
mi hijo Lucas y dos de sus alumnos, Gonzalo y Pedro. Y uno se asombrará al
comprobar que, pese a todo, con sólo diez minutos de reposo, líquido y algún
caramelo, el cuerpo reaccionará y estará listo para seguir, como esos perros
fieles que trotan junto al caballo de su dueño. Sólo un descanso breve hicimos
para cubrir el muy empinado tramo de diez kilómetros por los Caracoles. Y
un último más antes de llegar al túnel que cruza la frontera. Hay fatiga, pero
no agotamiento; un estado de sufrimiento físico consentido acompaña al
esfuerzo, pero no es dolor.
La nieve en las cumbres, el nacimiento
inocente de los ríos Aconcagua y Mendoza deslizándose a cada lado del lomo
cordillerano, el paisaje siempre igual y siempre distinto en cada escorzo, el
ventarrón frío en las quebradas, la tormenta de agua que nos empapó pero no nos
detuvo saliendo de Uspallata, el aire montañés que nos secó luego, la oscuridad
de los túneles, el tráfico veloz de camiones enormes que parecían querer
sacarnos de la ruta, la soledad de páramo, el Sol inclemente,
todo eso era el entorno donde la voluntad imponía el yugo del esfuerzo a
su cuerpo. Y ambos terminaban aliados en el envión hacia los cielos. Y
festejaron juntos en Mendoza la alegría de haber cumplido el recorrido.
Jorge Estrella
Yerba Buena – Tucumán
Argentina
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