Thursday, April 18, 2013

El Anuncio - Cuento por el Prof. Jorge Estrella (Tucumán, Argentina)




El Anuncio

Hay un horizonte de páramo en esos lugares. La mirada se pierde en una arenisca salitrosa donde el viento arroja sus trompos de remolino. El prolijo curso de la Luna, el Lucero y toda la arboladura nocturna que los entorna, no deja dudas de su trazo: ningún perfil de bosques, montañas o nubes perturba aquí la visión cabal de aquella huella en los cielos. La extensión no tiene adversarios en esta tierra plana. Sólo un ánimo recio o familiarizado con ese vasto desierto puede transitarlo sin encogerse. El pavimento se remonta al horizonte y es un punto en fuga, una línea de esperanza, el único nervio de tiempo que puede sacarlo a uno de esa eternidad. Venía conduciendo más de seiscientos kilómetros, el día había quedado atrás. Con ese estado de alerta que el pavor cósmico despierta, demasiado apretadas las manos en el volan­te, atendía los rumores lejanos que envuelven a la noche. La Luna había remontado su cielo desde hacía un par de horas y testimoniaba la planicie blanca, sin bordes. Hubo el grito de un pájaro y enseguida su vuelo fue visible por un momento en la luz del vehículo. Hubo también el anuncio de una curva drás­tica, de esas en forma de zeta que suelen anticipar el cruce de una vía ferroviaria. Y ahí mismo, pasado el cartel, arrimándose hacia el centro de la ruta, una mujer sola abría los brazos en alto pidiendo ayuda. Veía su figura mientras frenaba. Y alcan­zaba a distinguir el trote decidido con que se acercaba al auto. La aparición no guardaba motivos visibles con ese entorno. Bien vestida, aunque con ropas ligeras para el frío de la noche, dijo claramente junto a la ventanilla
_ En unos quinientos metros más encontrará un accidente._
_ ¿Qué pasó?_
_ Hubo un vuelco en la curva que viene en dirección contraria. Todos los ocupantes del auto están muertos._ 
Su rostro estaba lívido pero sereno y poseído de una tenaz decisión. Recogió su cabello largo que el viento arremolinaba sobre su cara, mientras se inclinaba sobre la ventanilla del auto para hacerse oír mejor. Era joven, rubia, vestía bluejeans. Un pañuelo oscuro le rodeaba el cuello.
Traído a la realidad tan bruscamente, el paisaje desapareció y dejó lugar al drama y a la aflicción.
_ Suba señora. La llevo hasta el auto y vemos ahí cómo ayudar. _
_ No, yo iré hacia el sur. Ahora escuche bien: Todos han muerto salvo un bebé. Por favor sálvelo, llévelo. _
_ ¿Un bebé? ¿Por qué no viene conmigo? ¡Espere! _
Y no se la vio más, había tomado la dirección contraria, la planicie la había absorbido. El vehículo inició la marcha como decidiendo por sí. La curva era muy pronunciada y eso alcanzó a distraer un instante la atención. La tragedia anuncia­da le daba al camino una expectativa nueva. Pero no hubo que fijarse demasiado, porque apenas pasada la primera curva, cruzada la vía férrea, apareció bajo la luz de los faros y de la Luna el auto tumbado. Estaba sobre el arenal, a unos quince metros del pavimento, uno de sus faros encendido aún, el otro roto. Detenido el vehículo, abierta la puerta, afuera el silencio parecía instalado para siempre.
Con el techo contra el suelo, el auto accidentado tenía la puerta del conductor abierta, y también una de las puertas traseras. El conductor estaba en su lugar, quieto, muerto. Al rodear el auto podían verse dos cadáveres más, uno aplastado a medias por el mismo vehículo, el otro dentro de él. Aún había un leve polvo en la atmósfera, casi una niebla que aureolaba a la Luna.  La enormidad del paisaje recuperaba su presencia en el ánimo, en el silencio. Hubo un ruido impreciso y luego el amago de un llanto y después el llanto entero. Distante unos ocho metros del auto tumbado estaba el niño. No tenía el año aún. Junto a él había una mujer, también muerta, seguramente su madre. Los bluejeans, el largo pelo rubio, el pañuelo oscuro en el cuello, su blusa ligera, quedaban en este mundo.


Prof. Jorge Estrella
Yerba Buena, Tucumán.
Argentina


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